lunes, 20 de enero de 2025

TENGO TINGO. UN SUEÑO DE SOÑÓ PARA MI NADA MENOS QUE DAVID LYNCH

 



1

La carta


Debió de enviarla el día anterior a su última marcha. La recibí un día después de que todos los periódicos anunciaran su muerte. Venía en un sobre rosa oscuro, casi rojo, pero rosa al fin y al cabo. Cuando vi la firma de David no me extrañó recibirla, no porque yo sea alguien importante, al fin y al cabo soy bastante menos importante que mi querido David Lynch, pero sé que si estaba conectado a él desde hace algún tiempo, tarde o temprano sus conexiones harían llegar a mi humilde rincón algo suyo. La lógica de las cosas, y de las conexiones, no puede ser traicionadas por cuestiones de prestigio.

La carta decía, dice:


Ahí va este sueño que tuve hace unos días y que recuerdo con una claridad extraña, porque, como ya sabes, los sueños apenas se recuerdan y debemos estirar de un hilo para recrearlos y guardarlos en la memoria de alguna manera, porque tan nuestros son los sueños apócrifos que hemos reescrito a fuerza de desmemoria como los sueños mismos, los sueños puros, los primeros manuscritos del sueño que no necesitan ser pasados a limpio. Y es que este sueño, que ya no es mío sino tuyo, es de una simpleza fuera de lo común, tan fácil que ni siquiera se resiste a la memoria. No es que me avergüence de haberlo soñado yo, que quieras o no, tengo mi curriculum internacional y mis años de ejercicio. Es un sueño de una literatura casi infantil, parece soñado por un amateur. Y es por eso por lo que te lo envío a ti, que, convendrás conmigo, eres un amateur entrañable, tanto por tu amateurismo militante como por tu edad, algo impropia para esa cualidad que te define. Te sigo porque mis asesores que leen todo saben que tus vías nerviosas bordean y bordan con primor la ingenuidad del chico grande que ahí está.

Paso a contarte el sueño:

Una imagen de un arbusto cimbreándose porque la imagen está sobre una superficie de agua que se ondula por el viento o porque una piedra ha impactado allí. Y ese tallo se va convirtiendo en el cuerpo, cada vez más macizo, de una mujer, cimbreándose de la misma manera, pero convirtiendo ese movimiento en algo insoportablemente sexual. Y aparece Dios, no con imagen, su imagen no aparece en el sueño, sólo se sabe, sé, que ahí está Él quien posee a la mujer, también sin imágenes, sólo sé que Él la posee y después, no simultáneamente sino después, y ahora sí que hay una imagen, su Hijo, que en el sueño es la imagen casi abstracta de un jarrón de flores, o el dibujo de un jarrón de flores que explota y lanza al espacio un chorro de cositas de colores, que al principio parecen flores pero que después se ve claramente que son confettis de todos los colores sobre los que está escrita la Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino.

Ese es el sueño. Te lo mando para que lo utilices como si fuera tuyo. Casi será mejor que no digas que yo, David Lynch te lo ha regalado como reconocimiento a tu labor, o como agradecimiento por hacer posible que desaparezca de mi casa ese resto de una mala noche, que, a pesar de todo, contiene el enigma que tienen los sueños.

Otra cosa. Hay algo que no te mando, o que te mando pixelado (XXXX XX) porque eso sí que tiene un valor muy grande. Me parece que no voy a dejar de darle vueltas mientras viva, y es el título que soñé que tenía el sueño. No puedo revelarlo. Ponle el título que tú quieras.


Un abrazo, chaval. Nos vemos.


David Lynch.”


2

Tengo Tingo


Así titulo aquí el sueño que, puede decirse que yo no soñé pero que pude haberlo soñado en la cabeza, ya definitivamente borrada, de mi admirado David.

Qué agradecido estoy a quien tantas veces me ha despertado de una cruda pesadilla que, a menudo, pasaba inadvertida y que se clavaba en el día a día como una sanguijuela, la muy puta, y a quien sigo mirando con cierta distancia y calor.






viernes, 17 de enero de 2025

ENTRY OF THE GLADIATORS

 





Entry Of The Gladiators de Julius Fucik



salen los payasos y los enanos y los hombre con frac y las muchachas con medias de malla

y los saltimbanquis que no son sino pobres elegidos al azar en los basureros de la ciudad

bajo una luz blanca y luminosa en el principal teatro

un día cualquiera de fiesta

o en la entrega de premios a las mejores sentencias de muerte

o en la inauguración de un cementerio civil y paritario

o cuando celebran la victoria electoral los que van a vivir y te saludan

con los dientes blanqueados de forma uniforme por los dentistas

hijos directos de la inteligencia artificial que limpia brilla y da esplendor

a unas sonrisas que bendicen

la felicidad de ver el mayor espectáculo que nos ha sido dado

por el mero hecho de no existir del todo.






SI NO SUPIERA VOLVER

 






Si no supiera volver

y tú me llamaras para mostrarme el camino

a algún lugar que aún existiera

al mar donde un día me llevaste en brazos a una nube blanca que veíamos a lo lejos

al río donde viajaba de niño cuando estaba solo

a la tierra roja

a las montañas de los lagos dulces

a tus mismos brazos

a tus manos

y yo no entendiera tus palabras

porque hubiera olvidado el amor de las sílabas

o porque el tiempo para descifrar la bondad de las cosas

me hubiera sido robado por sabe dios que ley

nada ya podría hacer

sino soñar desde esta dimensión en la que vivo con los caminos borrados

que todavía sienten los pasos infinitos que escribimos






sábado, 11 de enero de 2025

SIN TÍTULO

 






Si, cuando ya definitivamente polvo

del suelo en los caminos olvidados,

aún quisiera alcanzar tu piel con mis átomos dispersos

para cubrir sus restos de los helados vientos

y tú, completa, me acogieras aunque ya no recordaras mi nombre

iniciaría inocente el círculo infinito de la existencia






miércoles, 8 de enero de 2025

El hombre que recordó su sueño.

 


El hombre mira su violín como, si lo tuviera, miraría a un hijo. Lo mira con asco, culpándole de su existencia. Llega a casa y mira su violín. Veinte años de su vida no fueron suficientes para pagarlo. Testigo de todos sus fracasos, ahora, al llegar a casa, su violín le recuerda que está un poco más muerto. Se quita los zapatos que compró hace seis años en unas rebajas de invierno, que le cubren el dolor eterno de sus pies, ese dolor que todavía le sujeta a la vida. Cuando toca en el quinteto sólo espera soportar el dolor de sus pies sin que su rostro lo revele, pero nunca consigue que su fiel dolor le llegue vivo a las manos y de ellas al arco, a las cuerdas, al corazón de la música. A su imagen y semejanza, la música le brota muerta y el quinteto formado por músicos desacreditados, prematuramente viejos, incapaces de sostenerse en el aluvión de emociones que, a cada uno de ellos, les ha ido matando, es un triste cadáver de cinco cabezas vestido de camarero. Tocan para un público analfabeto, sordo, para turistas envilecidos, para quien cree ser absuelto de sus impudicias si pasa por la sacristía de un auditorio cochambroso donde se puede oír música gratis.

Cuando llega a casa el hombre mira su violín y llora. Sabe que vale menos que su violín y le pide perdón como haría con un hijo, si lo tuviera, cuando éste le mostrase su insuficiencia y su necesidad de controlar el odio que le inspira. Gasta algún dinero en esmaltes que cubran las heridas inevitables del instrumento y, periódicamente, manda hacerle una radiografía para saber si el alma está en su sitio. Hay días que el violín le dice, con el olor de la madera, con el brillo, con la temperatura de su piel, que es feliz y, entonces, el hombre no sabe que hacer con las manos y se le olvidan los trinos y le sale una música aún más plana como una estepa pobre. Es que ese hombre no puede estar a la altura de ninguna felicidad. Tiene cincuenta años y en su casa, que heredó de sus padres, huele a ropa húmeda y nunca puede desprenderse de ese olor que, junto al dolor de sus pies, le acompaña como perro fiel. Mira su violín con pena y se pone a pensar tristemente en la soledad de su violín cuando él ya no esté. Y piensa que se mataría si su violín, por alguna circunstancia, desapareciera. Cuando, en voz, alta, dice que Schubert le da más calor, y que ese calor, alguna vez, le llega a las manos y siente como su arco de arquea de una manera prodigiosa como si doblara su cerviz ante la belleza efímera de alguna nota suelta, que el propio Mozart, que el mismo Beethoven, ante los que no puede sino sentir un atroz temor y sus manos, cuando intentan atacarles, no paran de tartamudear y sus oídos  oyen las mofas de esos maestros convertidos, siempre, en unos padres poderosos y aniquiladores. Mañana hará sol, se dice a sí mismo en voz alta para que lo oiga el violín. Por la mañana, junto a la ventana que da al levante, su instrumento brillará como un joven cobrizo y sano de Cremona, su cuerpo se caldeará y será entonces cuando el hombre cierre los ojos y ponga su cara junto a la madera y consiga conciliar el sueño. Y entonces soñará, siempre es así, que la música le envuelve con suavidad, como una madre buena envuelve el cuerpo del hijo, soñará que ama la música por encima de todo, le llamará mamá, a la música, mamá, mamá, dirá, incluso en voz alta. Olvidará ese sueño que es lo único que contiene la verdad de su vida. Lo olvidará y cuando despierte se encontrará con su violín taciturno flotando alrededor de sus pies envueltos en el dolor en medio de un día repetido .


¿Cómo pudo ocurrir? Un día el hombre recordó su sueño. Nada más despertar cogió su violín y lo desgarró, si puede decirse así, con un golpe certero en el alféizar de la ventana que da al levante. Borracho de alegría, tomó el autobús para llegar al miserable local donde ensaya su quinteto y, nada más llegar,  a voz en grito suplicó que le dejaran tocar un violín viejo que se guarda para que jueguen con él los músicos más pobres. 

Y el hombre se da cuenta de que los pies no le duelen y que su mano es capaz de recorrer caminos nuevos, unos caminos que en cierta ocasión le fueron mostrados.