De tanto estar ahí, se había hecho invisible;
parecía que no hacía nada, sólo
estaba sentado en la acera,
pero intentaba distinguir algún rasgo
propio en los viandantes
y le resultaba muy difícil;
ésa era su tarea secreta
era un agente secreto, en realidad;
no,
no era un cualquiera de esos que
instalan su cartón y se tumban a la bartola,
esperando la muerte, la limosna o el
delirium tremens
cuando redactó su informe a la alta
instancia,
concluyó que los hombres habían
perdido la facultad de mirar;
no la facultad de ver, sino la de
mirar;
se les había atrofiado el deseo que
habitaba en los ojos
y la mirada se había deshecho y
dormitaba confundida en una masa de plasma anodina
añadió que, dada la situación, los
humanos sólo podrían soñar valiéndose de los impulsos
que transmitían las punzadas de los
estómagos oscuros,
de las sensaciones de las zonas
erógenas;
que la luz se había convertido en una
masa nebulosa y zigzagueante,
alborotada por el empuje desordenado de
oleadas de sensaciones nerviosas,
que los ojos de las personas sólo eran ya signos de identidad,
banderas tribales, familiares, banderines
de enganche para odiar
y no para mirar
algo habrá que hacer, acababa diciendo
el agente secreto,
y, por su cuenta, sin esperar respuesta
de la institución que le pagaba,
se puso a señalar con el dedo a las
cosas, a los pájaros, a las nubes,
y a cruzar su dedo en su boca,
como señalando el silencio,
como si estuviera diciéndole a la
gente:
mira, escucha
se puso a salvar a los hombres, el
agente secreto,
y acabó siendo un profeta borracho y
desnortado,
confundido en la mampostería del tedio
de esa esquina sucia de la calle.