Hubo un tiempo donde el sol era eterno;
la luz estaba clavada en las aceras,
las esquinas, como pirámides de Egipto,
eran testigos del tiempo venturoso, detenido;
y cuando un joven se sentaba a esperar lo que el día le trajera
veía pasar a Hércules, al lloroso Boabdil y a un blade runner desnortado;
los cigarrillos despedían un humo que venía del paraíso
y corría despacio al final de los tiempos;
los labios no se movían, pero de un rezo secreto salía
su nombre, y ella venía en una cuerda de aire,
haciendo equilibrios con sus caderas de colores;
la cueva de la noche no existía,
sólo había tabernas y cafés donde los pies volaban raso
por encima de la espera gozosa,
del triunfo de la luz, que era nada,
al lado de las cosas.
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