Desde su ventana, un alambre partía
las mañanas.
Como ya mediaba el verano, lo poblaban
las prestas golondrinas a su viaje sideral.
Las nubes se partían en dos, arriba y
abajo del alambre.
Su cielo era un cielo dividido.
A menudo veía, al despertar, la ropa
tendida del dolor,
su ropa, su dolor caído, suspendido
por las pinzas de la verdad;
es mía esta ropa, es mío este dolor,
pudiera haberse dicho,
pero no decía otra palabra que la
necesaria para respirar,
para comer cualquier cosa, para soñar.
Miraba el alambre cuando sólo era una
raya oscura, ruin, que iba y venía entre dos mundos invisibles
y creía ver un cuadro de tapies o una
línea perdida de un pentagrama, donde sus músicos extraños
hubieran podido hacer equilibrios impensables antes de caer,
antes de gritar,
antes del canto necesario.
Veía la línea infinita del alambre y
cantaba con los dedos, golpeándose el pecho de tambor,
ensayaba cantos;
es mío el dolor, tal vez se dijera,
pero sólo cantaba por lo bajo y
esperaba ver los pájaros volver.
La vida es extraña, se decía,
y sólo un ordenador cuántico
decidirá qué elegir entre lo uno y lo
otro para, por fin, saber,
para, por fin, hacer hablar al olvido.
Y cuando cerraba los ojos, el alambre
ya no estaba más.