antes de que la cuerda del arco temblase
antes del arco
antes de la fuerza
antes del brazo
antes de ti
había llegado
la flecha a la manzana
del silencio
antes de que la cuerda del arco temblase
antes del arco
antes de la fuerza
antes del brazo
antes de ti
había llegado
del silencio
El mundo no deja de crear.
Dios en el octavo día
dejó la creación en manos del mundo:
criatura precoz, ¡sigue la obra!
Así, si miro al cielo
lo que veo es el universo creándose,
la obra inacabada, el trasiego,
la muerte y la vida de las cosas
me sumerjo en el mar, y las olas me van haciendo otro;
ellas mismas crean nuevas espumas,
nuevos movimientos; las mareas
se desdicen unas a otras y nace una corriente completamente nueva
destinada a la extinción
ves el pájaro y lo que ves
no es sino el vuelo creando plumajes inimaginables,
densidades del aire que permiten viajes casi eternos
por donde la mirada se perderá insegura
me tumbo en la arena, me mecen las olas,
o lo que queda de ellas,
y es posible que encuentre
una perla en mi corazón.
Caminando al ritmo de las voces
que van y vienen a perderse en los oídos
distraídos, en este tren que nunca llegará,
flotando en alfombra de humo y piedras,
tú y yo, nosotros, apostados en un banco de madera de cedro
sin ojos, no llegando nunca
ni aquí ni allá, tan solo escurridizos,
las ventanas corriendo a un palmo de la cara
del paisaje que se borra,
el ruido que emborrona los oídos como una mancha de humo;
no hay estación término, me dices,
el tren no morirá. Y salimos a las avenidas
de los pasillos de suelo de piedra,
y los cuerpos tiemblan; no se oye
lo que dices, no te entiendo, me dices
el humo de las bocas se va quedando atrás;
movemos las manos, casi tocando los árboles.
¡Qué felicidad, haber nacido para el viaje!
Veo a las gentes de paz
echando su mañana en las calles de canet,
susurrando con un solo aliento que
tantos años de lucha no los robará el cuarto y mitad de nuestra carga
genética de españa que queda
en la rémora del cuerpo,
en las escuelas
tantos niños llevamos de la mano
que no queremos nuestros,
tanto sol confuso,
ni tuyo ni mío,
que hay que echarse a la calle
a las calles de canet
las gentes de paz levantan la mano y la bandera
por un nuevo cromosoma cent per cent
que tal vez limpie de rastrojos las cunetas impuras del sur.
La caída de los titanes. Cornelis Van Haarlem
Alexia tiene miedo.
De niña, mientras incordiaba y provocaba a su padre en plena conducción provoca un accidente; de resultas, tiene que sufrir una intervención reparadora. Le implantan una placa de titanio en la cabeza.
Pero ella, Alexia, sigue provocando. Ahora, su provocar, su pasión, se deslizará por otras metáforas (ya no son sólo son los golpecitos a la espalda de papá). No quiere dejar en paz a a ese padre estupefacto, al que no se resigna a ver tan poca cosa. Al que quiere restaurar. Ya adulta, se dedicará a perturbar la mirada de los voyeurs, resaltará su silencio (el silencio de Alexia) entre tanto tumulto, entre tanto artefacto de luz y sonido donde trabaja mostrando su cuerpo. Desafiando.
Ella sigue provocando: biológicamente madura para el ejercicio sexual, no se queda en ningún cuerpo que la solicita. Es más, los borra de una puñalada, a todos, a los de ellos y a los de ellas. A esta chica no le interesan los cuerpos cadavéricos anclados en una identificación ficticia, que le lleva al drama paterno. Y de esta forma, se convierte en una asesina en serie, podríamos decir. Cuerpo que se le acerca, cuerpo que mata. Alexia no niega la sexualidad, sólo acuchilla los cuerpos y los descalifica por insolventes. No se esconde en su deseable cuerpo, al resguardo de una identificación por fluida que pueda parecer, porque es una disidente que toma partido en la lucha que sostiene: desvelar los falsos nombres, los falsos ropajes que tapan la impostura, la del padre, la de los voyeurs ejecutivos, la de la experta lesbiana... Alexia, con su placa de duro metal en la cabeza, está muy viva. Sólo le vale lo real de una verdad que ella intuye posible en algún lugar. ¿ Allí donde viven los titanes?.
¿Saben qué pasa? Pasa que, como es notorio, la naturaleza pura dejó de existir desde que hay lenguaje. El lenguaje es la placa de titanio, la cosa absolutamente inorgánica, que da perspectiva al ser humano para percibir el mundo de una u otra forma y para percibirse a sí mismo. Y sin naturaleza inequívoca que nos guíe, hay que buscarse la vida.
Y. de ahí, la subjetividad. Lo que se ha llamado humanismo. Ese salto al más allá de lo biológico, que es lo humano. Lo humano lleva anexo el titanio, la placa de metal, el implante reparador, el lenguaje, lo no creado a la par que las bestias.
Ese salto crea lo estrictamente humano. Ni zarandajas neobiologistas ni fascismos de realidad virtual, donde alguien sin nombre te exige dejarte llevar bajo el poder sugestivo de la imagen manipulada para que tú te creas tú. Para que creas que tú eres naturalmente tú.
Los cuerpos ya no son sólo entidades biológicas puras, sino artificiosos productos del lenguaje con capacidad inteligente para ver más allá de lo que vería un ojo si estuviera hecho sólo de carne.. Alexia ve más allá y eso es el apuñalamiento. Mira-apuñala. Alexia revive la Titanomaquia.
En la película Titane, de Julia Ducournau, vemos cómo se va construyendo el artefacto abstracto que es toda obra de arte. Puro concepto, pura destrucción del sentido pre-establecido. Se produce una deconstrucción del cuerpo, y eso es filmado de verdad en la película, en el lienzo en el que se ha convertido la pantalla, en el poema que son los diálogos, en la partitura que penetra al espectador.
Y, como consecuencia se muestra, como pura abstracción, el Acto Sexual. Como abstraído de la organicidad, de la animalidad. Esto se lleva a un extremo radical, burlesco: ya no se aparean los cuerpos, sino los metales, la cosa dura, el titanio, los aceros. Las sábanas no se manchan de sangre sino de petróleo.
Negro sobre rojo, podríamos decir.
El negro de lo artificial y mineral sobre el rojo de la sangre y el rubor. La luz sincopada de las performances erótico-automovilísticas sobre la luz velada de la escena primaria, que en la película aparece, aunque habilmente escamoteada. (La escena primaria: ver a los padres como si fueran cuerpos enmudecidos, regresados al berrido, a las cuatro patas. La imagen que dice: eso es todo. Y que deja al niño/a la niña sin saber lo que es eso, lo que es todo).
La abstracción que construye la película va más allá y se desarrolla en el embarazo de Alexia fruto del polvo con el automóvil (es un auténtico todoterreno). Lo que lleva adentro esta chica es una criatura que tiene la misión de salvar a los protagonistas.
Porque para que las fuerzas del orden no identifiquen a Alexia (que la buscan por asesina) ella se tiene que desidentificar a golpes y, siendo ya un guiñapo, parecer, y no ser, un chico. Y, mutatis mutandis usurpar el lugar de un jovencito al que buscan por desaparecido.
Y así aparece la fusión Alexia (la chica que está y es una asesina y quiere desaparecer) y Adrien (el chico que no está, que desapareció, y al que buscan para que esté)
Y, a la par, un hombre, una revelación, una epifanía, surge, aparece y toma de la mano a ese híbrido mujer/hombre/titanio y le dice: tú eres mi hijo. El hijo que desapareció de la vida de ese hombre, el hijo que le hizo saber que, como padre, podría amar, el hijo cuyo vacío le dio la conciencia del amor y de la locura razonable. Este es Vincent, el bombero Diógenes que buscaba un hijo. Y que lo encuentra y al que llama Adrien, que significa lo que tacha, y sostiene, a Alexia.
Vincent es el hombre que nombra bastante bien la anomalía de saberse hombre: no sólo (1) necesita ser penetrado diariamente por unas jeringuillas que le aportan la gasolina que gasta el motor de su identificación (si no fuera por el amor, al que vamos a referirnos, Vincent no existiría) sino que, además, (2) cree. Es un creyente, puesto que espera lo que no existe, ama a quien no está, encuentra lo que desea al margen de la verdad política y, cuando se escamotea eso que encontró, aparece el amor y se constituye como hombre. Ya digo, la anomalía de saberse hombre.
Cree en lo imposible, en lo que hay que buscar fuera del tiempo. En el milagro. En efecto: este fracasado que se llama Vincent es todo un hombre.
El clímax: un loco y un despojo desnombrado, embarazado/a de un automóvil, anonadado/a en esa vorágine que es haber nacido y querer poner orden allí, en el ojo de ese huracán. Sujetos humanos, los dos, no organismos. No máquinas.
Dos mamarrachos, dos guiñapos, no dos íconos organizados en lo biológica y políticamente correcto.
Adrien/Alexia y Vincent son sólo brasas fulgurantes en medio del fuego, en medio de tanta luz sin deseo.
El clímax: el amor. Donde nada, nada. Donde nada, todo., Te doy lo que no tengo. Recibo lo que no me das. Vuelo con tus alas cortadas.
Y la apoteosis final. El Evangelio según San Mateo de Bach sonando y Vincent, un padre renacido, tomando en sus brazos el don que da su hijo/hija, ya cadáver, ya cumplido el sacrificio.
El Hijo, nacido de la provocación que pellizca al milagro para que venga (el Hijo que Alexia que da a Vincent) muestra sus metales entre lo que le queda de carne para que, ahora sí, sepamos que de aquello, de la la naturaleza quimérica, ya nada existe. Y en esa inexistencia, lo humano no deja, sin embargo, de gritar, de hablar, de susurrar, de canturrear, de manifestarse, de provocar.
Los envoltorios de la película pueden dar la impresión de que se puede remendar esa naturaleza perdida construyendo una neo-realidad tecnológica, donde nada falle, donde todo sea efecto seguro de una causa enteramente inteligente. Lo que sería una nueva versión del gran Ideal, de La Mujer sin fisuras, del Padre sin tacha. Donde titanio y carne serían lo mismo, una misma cosa, porque no serían ya los dos elementos dialécticos que han construido el artefacto humano. Donde el conflicto se borraría a costa de una nada pretenciosa y totalizadora.
Tal vez sea este el horror que persigue a Alexia/Adrien.
Creo que el miedo de Alexia/Adrien es el miedo al afán exterminador de los que no quieren saber nada de lo meramente humano, de los límites, de la herida que los creó.
Y que su pobre victoria es su sacrificio, que hace posible, a través del pertinaz llamado a lo perdido, la novedad del amor.
El amor que, aunque alejado de lo puro natural, es la única realidad habitable.