Hoy al
punto de la mañana,
cuando
ya la niebla se había levantado en el vuelo de las sábanas
y
cuando los pobres de la ciudad cuidaban sus pertenencias como primera
previsión del día,
cuando
los niños se lavaban la cara en el calor del café de los padres que
medio rezando se acariciaban
mientras
se anudaban los zapatos y tersaban los pliegues del jersey antes de
ir al trabajo,
hoy he
visto a un ciego feliz que se dejaba,
en el
colmo de su humildad,
agarrar
del brazo para cruzar la calle,
donde
un grupo de funcionarios se agolpaban para ayudar a un hombre
trajeado
que,
preso de un ataque de confusión, había pensado, por un momento, en
increpar
al director en prácticas de la entidad bancaria en la que depositaba
su confianza,
y he
visto cómo la sonrisa volvía al rostro
enamorado
del
hombre trajeado,
y me
he dado cuenta de que un fragmento de belleza lánguida aún
colgaba,
desde
las navidades pasadas, de una farola olvidada,
he
visto a un guardia urbano rodeado de pavos y de paquetes de colores,
porque
los ciudadanos agradecidos le siguen, amnésicos y desorientados en
tiempo y espacio,
arrojando
dádivas, a pesar de que los guardias urbanos están muy bien
pagados,
he
visto a un politólogo romper las líneas rectas de su cuadrícula
mental
y
respirar aliviado al ser desposeído del cadáver que colgaba de su
cabeza,
y le
he visto, a continuación, comprar un cupón de la once
y
extraviarse en la esperanza y el azar
he
visto a un creador de opinión entrando en una sacristía
para
pedir audiencia al párroco porque su madre,
por
escrito,
una
tarde de invierno le pidió
que no
olvidase llamarle en sus últimos momentos,
he
visto coincidir el desfile anual de los gays
y la
procesión de la santísima señora de los desamparados,
y he
visto a los congregados intercambiarse peanas y flores
y
vestidos y túnicas y látex y correajes
y
espumarajos, todo he visto intercambiarse
y he
visto que unos que habían empezado encabezando
la procesión de
la santísima han terminado cerrando el desfile anual de los gays,
y he
visto como un travestido se arrodillaba al paso de un cofrade morado
que arrastraba cadenas
y
tiraba flores a la virgen maría,
he
visto que las gentes no apartaban la mirada de los espejos que les
asaltaban traicioneros
aunque
eran conocedoras de su soledad y de su molicie,
y que
aún así sabían que era necesario descarrilar el tren de la rutina
en que viajan,
liberarlo
de las vías muertas hechas a golpe entumecido de dolor y tedio
y que
tenían que borrar de su piel la herrumbre del miedo,
pegada
durante tantas noches apócrifas,
si
querían llegar al mediodía soleado en unas condiciones
que
les hicieran soportable vivir.
(De la colección Centros nerviosos)