no estábamos siquiera
ni a la izquierda de un cero,
sólo en el centro de nada,
para nosotros no se habían inventado las coordenadas,
los espacios, ¡qué ajenos los espacios! estaban en cosas más importantes,
ni olvidados ni nada
éramos hijos naturales del silencio,
si hubieran pasado lista aún sería más clamoroso nuestro no estar,
nos rodeaba la inmensa página en blanco de la bruma,
quietos, sin nombrarnos, mudos, nos habían amordazado unos goces bárbaros que nos trajo
la tormenta, ajena a todas las cosas,
así que para que la madre natural se apiadara de nosotros y nos dejara ir,
ingenuos, fuimos d e l e t r e á n d o n o s:
los signos los dimos a la luz a medida que el sol se levantaba,
escribiendo con los dedos en una playa aparecida
sin nadie, solos los signos y nosotros, sólo,
los signos venían ciegos a nuestra mano de algún rincón lejano,
y la sombra, que de tanto sol brotaba,
les daba paz
y el cobijo del agua daba tregua a nuestros cuerpos,
pues nos bañábamos entre las frases, que al recién nacer nos miraban amenazadoras,
y las olas venían
y nos bendecían,
nos bautizaban, mas no en un desierto
sino en el mar,
que al poco se hizo muy pequeño
a medida que levantábamos el vuelo,
y llegábamos a lo más alto, dispersos en tanto aire,
yéndonos, viéndonos los ojos cada vez más lejos,
y apenas ya podíamos leer las letras alguna vez soñadas,
imborrables.
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