Estampas de primavera
Cuando los punkis asaltaron el poder,
todo el mundo era ya punki, y algunos, los más críticos y leídos,
se arriesgaban a tratar ya sobre el postpunkismo y las debilidades de
la cresta. Era habitual encontrar capillas semiclandestinas donde se
adoraba a la virgen maría rodeada de velas y de flores de plástico.
Los punkis, en el poder, eran com son, compasivos, tolerantes,
siempre ateniéndose al código del buen bebedor. Fueron buenos años.
Los punkis eructaban y se cagaban en dios de una forma tal que hasta
los muchachos y muchachas más timoratos sonreían y aplaudían.
Cuando, a la hora del Angelus, el alcalde punkie, gordo, tatuado y
con el chaleco atiesado por la salsa kechup, lanzaba su eructo de las
doce en el balcón de la casa consistorial, los más viejos de lugar,
los pequeños comerciantes, los del comercio de proximidad, los
meapilas y los funcionarios de carrera se regocijaban y comentaban
que tanta paz era un milagro y temían que algún disparatado
pretendiera desalojar del poder a los que tanto bien procuraban. No
escribían soflamas, no pronunciaban discursos, solo cantaban
estentóreos himnos vinosos y humeantes. Se pedían, se echaban unos
pedos ruidosos y cómicos, levantando una y otra pierna, enseñaban
sus dientes mellados y dejaban hacer a los devotos, que preparaban
con total libertad sus novenas, que ensayaban las letanías y demás
liturgias. La Bolsa era la bolsa peluda de los huevos del punki mayor. Ahí tenéis el dividendo,
gritaba enseñando su huevera áspera como la lija. Los únicos
números eran los que montaban cada noche en la puerta de los bares.
Vómitos y hasta un sereno disecado que era el pimpampún de la
chavalería que se iniciaba en el málaga virgen. El trabajo era el
trabajo de vivir, de mirase al espejo cada mañana tras la juerga
feliz del día bien vivido. Pasado mucho tiempo la gente se olvidó
de ser punki y se fue haciendo cada vez más pija. Leían El País a
coro, mascullaban consignas limpias, usaban mascarillas para no
reconocer la cicatriz de los tatuajes borrados. Pero el gobierno
punki no cedía, porque no se enteraba de nada y un día se
coaligaron con el Partido Pijo Obrero y Español y siguieron
asombrando al mundo por su bondad y respeto a la vida. Mientras el
regüeldo de las doce no se acalló, la metáfora que permitía la
concordia se mantuvo viva. Sólo cuando el país semanal publicó la
lista de los libros más vendidos, explotó todo y se declaró la
guerra y la barbarie volvió a mostrar su duro rostro philipshave.
Aún se oyen los corrimientos de los
vientres punkis que siguen viviendo en las cuevas de la ciudad. Leen
la cábala traduciéndola al silvo gomero, dejando escapar un eructo
largo, mantenido, que sostiene el tono correcto incluso en los vericuetos más
ásperos de la argumentación. Así es la vida que no cesa. Así es
la muerte que no quiere dejar de no cesar.