De repente me di cuenta de que todos los del circo éramos payasos. La mayoría, payasos serios, pálidos y con gafas de cerca compradas en los chinos. Otros eran payasos parlanchines, bulliciosos. Eran los encargados de regalar los globos a los niños y los caramelos sin azúcar a los viejos. Cuando hablaban lo hacían en español de televisión y cuando se reían, se sonaban los mocos o se tocaban el culo, lo hacían en idioma vernáculo, en sus lenguas maternas y desconocidas. Los payasos eran tristes y patéticos. Patéticos porque estaban vaciados de cualquier pasión, Eran lo que querían ser: envoltorios de papel de estraza de color marrón dispuestos a abrazar cualquier objeto, cualquier género. Los niños se miraban unos a otros con gestos de triunfo y de superioridad cuando recibían un globo de un payaso. Todos los globos eran iguales de tamaño y color. En uno ponía coca cola pero enseguida subió a los cielos y a los tres minutos explotó. Ese ruido fue la señal para que la música arrancase con una marcha americana. Los músicos, también apayasados, pringaban de rojo las boquillas de los metales y salían notas estridentes y, a veces, coaguladas en sí mismas. El sonido era una cascada ingrávida de copos de luz y ruido. Todos los payasos desfilaron por el círculo de la pista de serrín. Como no había ya acróbatas, ni trapecistas, ni domadores, ni fieras, ni tragasables, ni hombres bala, ni fonambulistas, ni magos, ni presentadores con smoking, ni presentadoras en traje de baño con lentejuelas, ni acomodadores con gorra de tranviario, ni taquilleras que antes habían sido saltimbanquis y ahora eran, como todos, unas payasas tristes, el desfile se hizo aburrido y pesado. La repetición de un payaso es una de las fórmulas del aburrimiento.
Todos se reían de una forma prefijada y, sin levantar sospechas, cerraban la bocas para llorar para ellos mismos. Las lágrimas no se teñían del color de sus caras y caían limpiamente.
Se hizo de noche y los payasos se fueron a cenar.
Del circo fueron saliendo los espectadores, desencantados y con los ojos llenos de sueño mortecino. Pero se oyó un trueno que alegró a la comitiva rumbo de sus casas y de los cementerios. Un trueno enorme, un relámpago de un fuego nunca visto que duró casi nada. Saltaban algunos de gozo, más cuando la tierra tembló un instante y empezaron a soñar en ver las calaveras rebrotadas de los ancestros.
Sopló el aire que disipó la tormenta y, ya con los rostros descansados, fueron todos a la cena.