Caminando al ritmo de las voces
que van y vienen a perderse en los oídos
distraídos, en este tren que nunca llegará,
flotando en alfombra de humo y piedras,
tú y yo, nosotros, apostados en un banco de madera de cedro
sin ojos, no llegando nunca
ni aquí ni allá, tan solo escurridizos,
las ventanas corriendo a un palmo de la cara
del paisaje que se borra,
el ruido que emborrona los oídos como una mancha de humo;
no hay estación término, me dices,
el tren no morirá. Y salimos a las avenidas
de los pasillos de suelo de piedra,
y los cuerpos tiemblan; no se oye
lo que dices, no te entiendo, me dices
el humo de las bocas se va quedando atrás;
movemos las manos, casi tocando los árboles.
¡Qué felicidad, haber nacido para el viaje!
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