martes, 23 de junio de 2020

Una historia ejemplar titulada LUZ DE CADA DÍA





óleo de Lucas Martínez Herrera

Sus hijos le habían salido cada uno a su manera, el primogénito vomitador desde muy pequeño, en la pubertad le diagnosticaron de neurastenia, apocamiento neurovegetativo y cosas así. Era ducho en materias abstractas, dominaba las matemáticas, y en el bachillerato fue matrícula de honor en física y química, ya decían los doctores que lo uno no quitaba lo otro. Defendiéndose de la realidad, tenía pocos apetitos sociales, por lo que casi nunca salió de casa; no ingresó en la universidad, se dedicó a las faenas domésticas, destacando en la limpieza de vajillería pequeña y en repasar el polvo de los rincones, aunque detestaba la limpieza de cristales, cosa que aumentaba la opacidad en la que vivía la familia, amante de la penumbra y el desgaste.

El segundo tenía una fuerte tendencia a dejarse llevar y, apenas cumplidos los veinte, se marchó con una mujer quince años mayor, y de él nunca más se supo.
La benjamina era una niña que creció fuerte y despabilada. Avisaba, desde que exhibió con claro alarde femenino su uso de razón, de sus afanes de independencia y no admitía remilgos Desde los tres años se apasionó con una muñeca de plástico que le trajeron los reyes, su auténtico otro yo, hija y amiga, sujeto y objeto de lo que no queda nunca escrito. La muñeca seguía, desojada y sin una pierna, en la estantería de los trastos olvidados, y a nadie se le ocurría moverla de su peana; era el objeto más vivo de la casa, el único que recogería las miradas, si alguna vez existieran entre tanta oscuridad.
La madre no prodigó aparentes alborozos maternales a ninguno de sus hijos; ida, edematosa, blancoazulada de piel, lucía unos tegumentos enfermizos y desganados; no tenía un diagnóstico científico porque siempre había sido así, pero a todas luces era una mujer con obesidad sospechosa y un hirsutismo creciente que apuntaba a patologías estrictas. Indiferente al mundo, apenas se levantaba del sofá, bien centrado frente al televisor, que no paraba de emanar soniquetes de la uno o la cinco, según las franjas horarias. Es de creer que la mujer merece admiración, pues ella, de los miembros de la familia, era quien más cerca estuvo de la paz y de la beatitud de los seres felices.
Nuestro hombre se había ganado la vida como representante de artículos de cuero hasta los cincuenta años cuando, tras una baja larga por un reumatismo, le fue reconocida una invalidez con derecho a una pensión que mantuvo la pobreza familiar en unos márgenes que hacían ocioso malgastar esfuerzos en pretender otros horizontes.
Envolvía el ambiente un olor tenue, muy personal, a cosas rancias, a falta de ventilación, no era posible establecer su procedencia exacta, bien podía venir de las personas o de la casa en sí, cada vez más encogida en sus flujos cerrados.

En todas las casas circula el misterio, en todas se producen milagros, la mayoría de las veces imperceptibles, difíciles de detectar, de agradecer, de sacar algún provecho de ellos.

Ocurrió: apareció un cuaderno muy cuidado, escrito con caligrafía clara, que había guardado con esmero el padre de familia. Tal vez lo hiciera llegar al editor de una revista local con la mera intención de ser leído y, así, eximirse de la culpa que esconde quien escribe en secreto. Por otra parte, nadie está libre de querer buscar un poco de luz, de sacar las penumbras mohosas fuera de sí, mucho más cuando se vive en el agujero más oscuro.

Se trata de una colección de anotaciones en forma de poemas, titulada “Luz de cada día”, escrita a lo largo de veintitantos años, cuyo tema único es el amor de nuestro hombre hacia un algo que encarnaba la muñeca, expresión última de un lirismo vital y condensado.

El primero debió de escribirse al poco de que la niña la recibiera con alborozo infantil:

Tu muñequita es una flor.

Cuando tú seas mayor,

será tu cabellera tan bella

como la que tiene ella.

Durante los primeros años, los versos se inspiraban en las partes "anatómicas", concretas, de la muñeca, como si ese desmembramiento poético fuera la manera de acercarse más y más a ese objeto total de veneración, adornándose con tintes líricos, todavía pueriles, que apuntaban directos hacia un uso, seguramente inconsciente, de la metonimia, lo que muestra la fuerza poiética de un hombre común cuando se instala en el derrumbe:

Sus brazos brillan rosas

como las alas de mariposa.

***

Tus ojos de cristal

me miran al levantar.

***

Las manos con las palmas paralelas,

parecen dos barcos,

dos carabelas.


Es notable un cambio de estilo coincidiendo con la entrada en la pubertad de la chiquilla y el natural distanciamiento hacia su juguete, cada vez más alejado. De hecho, cada día la niña admitía de peor forma las carantoñas infantiloides que pudieran serle prodigadas. Crecía rápido y volaba con alas de hierro a un más allá de la cotidiana penumbra. ¿Vio nuestro hombre en ese abandono, centrado en la muñeca amortizada y basurienta, un plus de atracción que acrecentó, si cabe, su arrebato? El caso es que el estilo, por decirlo llanamente, se echa al monte, las emociones se desnudan y campan libres, dando lugar a un aluvión de metáforas inimaginables hasta entonces, algunas de ellas próximas al aspaviento y la carcajada, aunque esto no debería llevarnos a engaño:

Que pena encontrarte

por la noche tirada,

en el frío del suelo,

abandonada.

Yo te recojo, te limpio,

en la cabeza llevabas

una piel de manzana,

te doy un besito

y te canto el cura-sana-

cura-sana,

y te dejo en su cama,

ya no te quiere,

la grandullona,

para que durmáis bien las dos.

Hasta mañana.

***

Ahora que mamá está en la escuela,

te paseo un rato por el pasillo

y juego a corre-corre-que-te-pillo,

cuéntaselo cuando vuelva

y dile a la oreja

que ya no te quiere,

porque se aleja

cual comadreja.


La muñeca es ya directamente un objeto de amor extraño, próximo y lejano, puro amor cortés, idealizado e inaccesible, cada vez más literario y menos realista, si es que alguna vez lo fuera:

Qué lejos aquellos días,

cuando eras suya y eras mía

sin el padecimiento cruel

de la lejanía.


La introducción de juegos de palabras descarnados, reveladores de su dolor y de su esperanza, van siendo constante hasta el final:

¡Como me gusta verte

dormir a pierna suelta!

¿adónde parará la otra,

la que te falta?,

te la arrancaron los tiempos,

y las desganas,

nadie sabe cuándo

ni sabe nada.

¡Sueño que me miras

con tus ojos perdidos,

ya para siempre

son ojos míos.

***

¡Cuánto me has consolado

en mis fatigas!

Cuando a solas lloraba

tú me llamabas

y te reías,

tu alegría era mía

y quieras que no, 

me traspasaba.

Quién, sino tú

me ha querido de veras

sin tener carne,

quien, sino tú

rezó tanto por mi,

sólo eres alma.


El último poema del cuaderno es la expresión creativa definitiva que condensa todo el recorrido, y, sobre todo, el que mejor revela la función salvadora de la poesía en tiempos de miseria y oscuridad:


Nunca, nunca,

podré abandonarte.

Que bello es tenerte

tan cerca, y recordarte.



Cuestiones:

a) Penumbra y poiesis.

b) La metonimia corriendo loca por las vías nerviosas, buscando, buscando.

c) Poesía y metáfora: salvación.

d) Poesía y luz.


muñeca de Cracovia



2 comentarios:

  1. a) más que penumbra encuentro sombras, poiesis cercenada
    b) no sus poemas, sino su realidad (o su simbolismo oculto) está poblada de metonimias. Como no podía ser de otro modo.
    c) por eso sus poemas son un naufragio salvador, tablas que mantienen a flote pero nunca sacan del agua.
    d)¿puede haber poesía cuando los cristales, de forma voluntaria, no dejan ver la luz?

    Me ha encantado el ¿cuento?

    ResponderEliminar
  2. Muy sugestivos tus comentarios.
    El interrogante que utilizas define mejor que nada el "género".
    Gracias por tu fecunda lectura.

    ResponderEliminar