
La caída de los titanes. Cornelis Van Haarlem
Alexia tiene
miedo.
De niña,
mientras incordiaba y provocaba a su padre en plena conducción
provoca un accidente; de resultas, tiene que sufrir una intervención
reparadora. Le implantan una placa de titanio en la cabeza.
Pero ella,
Alexia, sigue provocando. Ahora, su provocar, su pasión, se
deslizará por otras metáforas (ya no son sólo son los golpecitos a
la espalda de papá). No quiere dejar en paz a a ese padre
estupefacto, al que no se resigna a ver tan poca cosa. Al que quiere
restaurar. Ya adulta, se dedicará a perturbar la mirada de los
voyeurs, resaltará su silencio (el silencio de Alexia) entre tanto
tumulto, entre tanto artefacto de luz y sonido donde trabaja
mostrando su cuerpo. Desafiando.
Ella sigue
provocando: biológicamente madura para el ejercicio sexual, no se
queda en ningún cuerpo que la solicita. Es más, los borra de una
puñalada, a todos, a los de ellos y a los de ellas. A esta chica no
le interesan los cuerpos cadavéricos anclados en una identificación
ficticia, que le lleva al drama paterno. Y de esta forma, se
convierte en una asesina en serie, podríamos decir. Cuerpo que se le
acerca, cuerpo que mata. Alexia no niega la sexualidad, sólo
acuchilla los cuerpos y los descalifica por insolventes. No se
esconde en su deseable cuerpo, al resguardo de una identificación
por fluida que pueda parecer, porque es una disidente que toma
partido en la lucha que sostiene: desvelar los falsos nombres, los
falsos ropajes que tapan la impostura, la del padre, la de los
voyeurs ejecutivos, la de la experta lesbiana... Alexia, con su placa
de duro metal en la cabeza, está muy viva. Sólo le vale lo real de
una verdad que ella intuye posible en algún lugar. ¿ Allí donde
viven los titanes?.
¿Saben qué
pasa? Pasa que, como es notorio, la naturaleza pura dejó de existir
desde que hay lenguaje. El lenguaje es la placa de titanio, la cosa
absolutamente inorgánica, que da perspectiva al ser humano para
percibir el mundo de una u otra forma y para percibirse a sí mismo.
Y sin naturaleza inequívoca que nos guíe, hay que buscarse la vida.
Y. de ahí,
la subjetividad. Lo que se ha llamado humanismo. Ese salto al más
allá de lo biológico, que es lo humano. Lo humano lleva anexo el
titanio, la placa de metal, el implante reparador, el lenguaje, lo no
creado a la par que las bestias.
Ese salto
crea lo estrictamente humano. Ni zarandajas neobiologistas ni
fascismos de realidad virtual, donde alguien sin nombre te exige
dejarte llevar bajo el poder sugestivo de la imagen manipulada para
que tú te creas tú. Para que creas que tú eres naturalmente tú.
Los cuerpos
ya no son sólo entidades biológicas puras, sino artificiosos
productos del lenguaje con capacidad inteligente para ver más allá
de lo que vería un ojo si estuviera hecho sólo de carne.. Alexia ve
más allá y eso es el apuñalamiento. Mira-apuñala. Alexia revive
la Titanomaquia.
En la
película Titane, de Julia Ducournau, vemos cómo se va construyendo
el artefacto
abstracto que es toda obra de arte. Puro concepto, pura destrucción
del sentido pre-establecido. Se produce una deconstrucción del
cuerpo, y eso es filmado de verdad en la película, en el lienzo en
el que se ha convertido la pantalla, en el poema que son los
diálogos, en la partitura que penetra al espectador.
Y, como
consecuencia se muestra, como pura abstracción, el Acto Sexual. Como
abstraído de la organicidad, de la animalidad. Esto se lleva a un
extremo radical, burlesco: ya no se aparean los cuerpos, sino los
metales, la cosa dura, el titanio, los aceros. Las sábanas no se
manchan de sangre sino de petróleo.
Negro sobre
rojo, podríamos decir.
El negro de
lo artificial y mineral sobre el rojo de la sangre y el rubor. La luz
sincopada de las performances erótico-automovilísticas sobre la luz
velada de la escena primaria, que en la película aparece, aunque
habilmente escamoteada. (La escena primaria: ver a los padres como si
fueran cuerpos enmudecidos, regresados al berrido, a las cuatro
patas. La imagen que dice: eso es todo. Y que deja al niño/a la
niña sin saber lo que es eso, lo que es todo).
La
abstracción que construye la película va más allá y se desarrolla
en el embarazo de Alexia fruto del polvo con el automóvil (es un
auténtico todoterreno). Lo que lleva adentro esta chica es una
criatura que tiene la misión de salvar a los protagonistas.
Porque para
que las fuerzas del orden no identifiquen a Alexia (que la buscan por
asesina) ella se tiene que desidentificar a golpes y, siendo ya un
guiñapo, parecer, y no ser, un chico. Y, mutatis mutandis
usurpar el lugar de un jovencito al que buscan por desaparecido.
Y así
aparece la fusión Alexia (la chica que está y es una asesina y
quiere desaparecer) y Adrien (el chico que no está, que desapareció,
y al que buscan para que esté)
Y, a la par,
un hombre, una revelación, una epifanía, surge, aparece y toma de
la mano a ese híbrido mujer/hombre/titanio y le dice: tú eres mi
hijo. El hijo que desapareció de la vida de ese hombre, el hijo que
le hizo saber que, como padre, podría amar, el hijo cuyo vacío le
dio la conciencia del amor y de la locura razonable. Este es Vincent,
el bombero Diógenes que buscaba un hijo. Y que lo encuentra y al que
llama Adrien, que significa lo que tacha, y sostiene, a Alexia.
Vincent es
el hombre que nombra bastante bien la anomalía de saberse hombre: no
sólo (1) necesita ser penetrado diariamente por unas jeringuillas
que le aportan la gasolina que gasta el motor de su identificación
(si no fuera por el amor, al que vamos a referirnos, Vincent no
existiría) sino que, además, (2) cree. Es un creyente, puesto que
espera lo que no existe, ama a quien no está, encuentra lo que desea
al margen de la verdad política y, cuando se escamotea eso que
encontró, aparece el amor y se constituye como hombre. Ya digo, la
anomalía de saberse hombre.
Cree en lo
imposible, en lo que hay que buscar fuera del tiempo. En el milagro.
En efecto:
este fracasado que se llama Vincent es todo un hombre.
El clímax:
un loco y un despojo desnombrado, embarazado/a de un automóvil,
anonadado/a en esa vorágine que es haber nacido y querer poner orden
allí, en el ojo de ese huracán. Sujetos humanos, los dos, no
organismos. No máquinas.
Dos
mamarrachos, dos guiñapos, no dos íconos organizados en lo
biológica y políticamente correcto.
Adrien/Alexia
y Vincent son sólo brasas fulgurantes en medio del fuego, en medio
de tanta luz sin deseo.
El clímax:
el amor. Donde nada, nada. Donde nada, todo., Te doy lo que no tengo.
Recibo lo que no me das. Vuelo con tus alas cortadas.
Y la
apoteosis final. El Evangelio según San Mateo de Bach sonando y
Vincent, un padre renacido, tomando en sus brazos el don que da su
hijo/hija, ya cadáver, ya cumplido el sacrificio.
El Hijo,
nacido de la provocación que pellizca al milagro para que venga (el
Hijo que Alexia que da a Vincent) muestra sus metales entre lo que le
queda de carne para que, ahora sí, sepamos que de aquello, de la la
naturaleza quimérica, ya nada existe. Y en esa inexistencia, lo
humano no deja, sin embargo, de gritar, de hablar, de susurrar, de
canturrear, de manifestarse, de provocar.
Los
envoltorios de la película pueden dar la impresión de que se puede
remendar esa naturaleza perdida construyendo una neo-realidad
tecnológica, donde nada falle, donde todo sea efecto seguro de una
causa enteramente inteligente. Lo que sería una nueva versión del
gran Ideal, de La Mujer sin fisuras, del Padre sin tacha. Donde
titanio y carne serían lo mismo, una misma cosa, porque no serían
ya los dos elementos dialécticos que han construido el artefacto
humano. Donde el conflicto se borraría a costa de una nada
pretenciosa y totalizadora.
Tal vez sea
este el horror que persigue a Alexia/Adrien.
Creo que el
miedo de Alexia/Adrien es el miedo al afán exterminador de los que
no quieren saber nada de lo meramente humano, de los límites, de la
herida que los creó.
Y que su
pobre victoria es su sacrificio, que hace posible, a través del
pertinaz llamado a lo perdido, la novedad del amor.
El amor que,
aunque alejado de lo puro natural, es la única realidad habitable.