Con toda humildad pido justicia,
clemencia, una mirada dulce,
un manto de incierta gloria
sobre mi estrecha espalda.
Pido que,
ya llegado el tiempo del olvido,
borrados para siempre mi pasos
y los rastros de los olores del hombre,
alguien me rescate y diga en asamblea:
no era Miguel, era Jorge Luis Borges,
era Bolaño con barba de tres días,
era Sebald, un poco taciturno, mirando estampas, tejiendo el mundo que nunca debería ser olvidado,
era Thomas Mann rodeado de hijos, atascado en el portón de la historia,
era nada menos que Wolfram Goethe en pleno éxtasis, cruzando enloquecido por una sirga a cien metros, o más, por encima del Olimpo, gritando “lo que pasa es que no me alcanzan los ojos”,
era José Ángel Valente hablándole de letras,
contándole que un día la poesía en carne mortal le había sacado la lengua
y que durante un instante la atrapó entre sus dedos y la miró dulcemente,
la hermosa y burlona lengua de la poesía.
Que lo digan de una vez:
no era Miguel, era cada uno, y todos, de los otros
llámenlo por su nombre verdadero;
es cierto que en sus manos y en sus ojos se hacían más borrosos esos hombres,
se hacían una mancha,
una mosca volante
hecha de Borges, de Bolaño, de Sebald, de Mann, de Goethe de tantos que no dudaron en tirase al asfalto de la gloria.
Ese que vuela no es Miguel,
diréis, ¿no veis que su pico es de hierro?
Él es nadie, y apenas se le ve;
quiere no estar, y ser aquellos a los que nunca besó.
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