Cien
años vivió en una ciudad que se llamaba La delgada línea roja del
miedo,
una
ciudad oscura donde el sol mentía cada mañana.
Eran
millones de personas afanosas, ufanas, ocupadas, espesas de
conciencia que leían libros esdrújulos y largos.
Allí
no había ojos que mirasen a la cara ni caras que tuvieran ojos donde
mirar.
Un
black friday ofertaba un viaje a otra parte, una escapada tirada de
precio,
y
alguien se fue de allí.
Vino
aquí.
Aquí
es otra ciudad con las luces difuminadas donde los espejos no engañan
a una confusión necesaria,
las
manos llevan a las manos y los labios esperan.
Todos
aquí tiene sed.
Una
vez, en eso todos están de acuerdo, bebieron de la fuente
y
ahora no paran de buscar la última gota que guardó su lengua.
Por
la noche se escucha la respiración del otro como una promesa
y
se cantan canciones del paraíso que solo la espada roja al amanecer
corta en dos
y entonces caen las partes -como lluvia de una música lejana, como una nana-
en
el suelo de Aquí, brillante, que sostiene los pasos indecisos de los
que quieren vivir.