Futurología
Había algo de carne en su cuerpo de plástico.
Nadie supo jamás qué crecería de aquella semilla
o si el plástico acabaría matando el camino a la pudrición.
de-ciencia poiética
Futurología
Había algo de carne en su cuerpo de plástico.
Nadie supo jamás qué crecería de aquella semilla
o si el plástico acabaría matando el camino a la pudrición.
Amanecer
Aún tiembla en mi mano ese ramo de piedra y rosas que guarda el olor de la noche.
Abajo del todo veo un cuerpo caído en mi cama blanca.
Ya no oigo aquel tren que rasgó el silencio y los susurros con sus feroces hierros.
¿Se habrá parado para siempre?
¿Dónde estarán ahora aquellos niños que tanto sufrían esperando el fin de la noche antes del viaje?
Hoy, tanta luz para ver solo
los hilos perdidos de la noche recien muerta,
las agonías de la esperanza,
las horas que agitan las manos para que las escuchemos
tanta luz
para ver el horizonte a lo lejos
como una boca cerrada que no puede llorar.
Nuestros cuerpos son los ríos que van a dar al amar
que es el fluir
Tú ya te vas sobre las aguas,
apenas anegada, casi viva,
en ese viaje irremediable del adios.
Y yo, sujeto, quieto,
caído como un muerto mortal, ajusticiado
miro arriba como si aún tuviera ojos
Ya solo queda llamar al río dulce
y pedirle que me lleve de la mano a ti,
ya solo ausencia, solo musgo,
donde fluyes nueva, en el silencio.(1)
1)
Los poemas fracasan. Porque al principio hay una luz, una voz, llegadas de donde no se sabe, del saber, de dentro, de donde el horno no para de construirnos, que ordena la palabra. Y ya en el día, en la feria, en la ciudad, un pobre hombre mira las yemas de sus dedos y quiere que hablen, que digan lo que la voz y la luz habían dejado caer en ese relámpago que no tiene tiempo. Y así, el poema fracasa, el hombre se mesa el cabello sentado en una silla frente a su café ya frío, que contiene la última metáfora que podrá salvarle.
Fumaba despacio, quieto
sólo miraba el horizonte de la brasa
dejaba que la ceniza siguiera siendo presente en el espacio
un resto ingrávido en el aire
una historia recién quemada del tiempo de vivir.
Cuando al final caía la ceniza
y ya todo era pasado
sonreía dejando ver el triunfo de la vida y la esperanza.
¿Cómo pudo ocurrir?
No saber que aún quedaban dos minutos antes del telón, de la estampida.
¿Cómo pude quedarse quieto en el dolor y en el miedo y no ver que por delante había un tiempo indivisible para vivir desatado aquel misterio?
No saber que el tiempo habría podido congelarse y olvidarse de sí.
Y vivir, envuelto para siempre en aquella música, en su presencia, en tanta lejanía.
¿Cómo pudo elegir ser siervo del dolor, de la certeza del final, de sólo ser capaz de ver su espalda desapareciendo?
¿Cómo haber creído el cuento que le contaron los que hacen el infierno?
Y no haber dejado que los pájaros hiciesen el espacio.
Y no vivir en el amor de ser para siempre.
La poesía menor es un pez casi ridículo que ningún pescador se atrevería a mostrar.
O un desecho olvidado en las aguas, un zapato viejo, una botella de plástico de la que unos labios sublimes, o no, bebieron un día.
El pescador no sabe más que lanzar la caña, y que el agua está ahí. Y que las cosas acaban por morir en el agua, incluso de vivir en el agua. Esconderse en ella, otra vez.
Sospecha que las cosas que captura, pequeños peces con apenas nombre o basuras de glorias pasadas, contienen el misterio y la fuerza que hacen persistir al mundo en ser lo que es y lo que no es (1).
(1)El poeta, menor siempre, puede ser representado como un pescador frente a un río ciudadano sentado en una silla minúscula, ajeno a su caña, descansada y algo trémula, leyendo una novela de Marcial Lafuente Estefanía, procurando no mover bruscamente la cabeza por miedo a que se le caiga el lapicero que guarda sobre su oreja, tan sensible a las músicas, aunque nadie lo diría.