Nota:
EL HOMBRE QUE SUBIÓ LA MONTAÑA y MILTON JUEGA A LA COMBA son dos aproximaciones al tema del ver.
Es decir, de cómo utilizar la cuchilla de Buñuel para que el ojo nos deje ver.
Fijaos qué historia.
La de un hombre que
subió la montaña tan sólo para ver su valle,
su pueblo, las
calles de siempre, las manchas que escondían la tumba de los
muertos.
Cuando llegó a la
cima, una niebla lo cubría todo.
El hombre esperó
hasta que un aliento astral la disipó.
Pero, en lugar de su
pueblo, de su valle, lo que el hombre vio fue un muñeco roto,
sin cabeza, con un
vestido de trapo.
Y lo vio porque el
muñeco ocupaba todo el espacio, era el universo,
propiamente dicho.
El hombre lloró por
no ver su valle, por no ver su pueblo, por no verse recorriendo las
calles amigas, por no poder creer que veía las flores que un día
ofreció a sus padres en su tumba.
Le dolía ver tan
cerca ese muñeco sin cabeza, un muñeco que invadía todo.
Un muñeco opaco que
no dejaba ver la luz.
El hombre inició el
descenso.
A media bajada la
niebla se echó de nuevo.
Tuvo que esperar, si
hubiera continuado el camino podría haberse roto la cabeza.
Un aliento astral
disipó la niebla.
Siguió bajando
hasta llegar al río.
Un esfuerzo más y
estoy en mi casa, pensó.
Llegó a su pueblo.
La verja del cementerio estaba recién pintada.
En las calles unas
guirnaldas apolilladas le llenaron de pena porque, sí, la fiesta
había terminado.
¿Cómo será mi
valle? ¿Y mi pueblo? Se preguntó de nuevo.
Tendrá que ser otro
el que suba la montaña para ver, se dijo. Esperar a que muera para
que alguien vea, se dijo.
Porque no haya
maldición mayor que los espejos, se dijo.