Cuando vinieron no había nadie.
Sólo estaba mi gata, la gata de mis días.
Venían a por ella.
Era blanco de las iras del pueblo,
pues la gata había sido señalada como contrarrevolucionaria,
una gata burguesa con maullidos psicodélicos
que a los teóricos les recordaba el ronroneo del gordo Chesterton.
Interrogada por los perros guardianes
la acusaron de anarcoliberal,
de darse a la ensoñación y a la comida cara, a las siestas al sol
y a no querer mezclarse
con los gatos callejeros que con plenos poderes genitales
la acechaban.
La sometieron a unas torturas humillantes:
cosquillas infinitas y tirones de rabo,
le cortaron las uñas,
le arrancaron los pelos del bigote,
la insultaron.
Pero cuando llegó el cambio de ciclo
fue liberada y devuelta a nuestra casa.
Seguía vacía.
Yo no había vuelto todavía,
su dueño, su mentor, su mano que le daba la comida.
Y es que había estado ocupado en enderezar
a los que se habían alejado de los buenos principios.
Cuando vi a mi gata acurrucada en su tiempo y en su espacio, sonreí.
Ella me miró y maulló su bienvenida.
La acaricié,
acerqué mi mano a su nariz
y le di de comer.
Y se durmió, feliz, a mis pies,
todavía cansados y sucios.