Los poetas son, en el ejercicio de su labor, alucinados, santos, visionarios. No son éstos, adjetivos que los trae un arranque de lírica que venga al caso, puesto que hablamos de poesía. Dan cuenta, por el contrario, de una exigencia ética y estética, de una condición si ne qua non: si no alucinado, no santo, no visionario no cabe poesía ni poeta. Son tres palabras claves.
Por eso, entre otra razones, la poesía es un discurso sacado de quicio. Aunque hable de lo mismo que cualquiera habla, de lo humano cotidiano, de las cosas, de la cosa, de lo de arriba y de lo de abajo, no lo hace desde ese lugar donde estamos cuando no queda otra que ganarse la vida, o escurrir el bulto o dar el pego, porque si no nos quedamos fuera de algún sistema. No puede hacerlo desde el cansancio, la extenuación que nos hace soportar la vida corriente. Los alucinados, los santos, los visionarios siempre están fuera, desarmados, haciendo ostentación de su nada y de su humanidad estricta y radical.
La poesía escribe su álgebra a partir de lo que recoge de los linderos del inconsciente, de aquello difícilmente develado, pero que es el núcleo duro donde a fuego lento se cuece la verdad de lo propiamente yo y la verdad de la historia que nos hace comunes.
La poesía aun cuando representa la extrema subjetividad no puede ser egoísta, no puede conformarse con nacer muerta. Necesita de otro para ser, sólo se completa cuando choca con la mirada desprejuiciada del lector, ese radicalmente otro, extraño, azaroso, donde tiene que ocurrir una explosión creativa siempre sorprendente, nueva, capaz de reubicar muchas cosas aparentemente ordenadas.
El lector de poesía es un cabo suelto de una pareja difícil de hacer. El poema muestra algo inasible, perecedero al máximo, que necesita la oscuridad del revelado de una fotografía, y la luz, después, para ser contemplada. Necesita un miramiento especial en el lector, ése que algo busca más allá de los lugares comunes, pues algo le falta, le duele y le incomoda. El azar del hecho, de ese encuentro, tiene más que ver con lo pulsional que con lo cultural, si nos atenemos al sentido estricto de la palabra cultura. Lo cultural que propicia el encuentro quizá se resuma en la búsqueda de la belleza que está presente, y latente, en ambos.
Aunque esta suerte de cópula pase sin que, aparentemente, pase nada. Hay revoluciones que, al menos en un primer momento, no tienen exterior, no son susceptibles de ser fotografiadas, son puro interior, puro número, pura alma, pura lava ondulándose en el corazón del fuego. Pero que pase, que el encuentro, la explosión ocurran, es el objetivo de la poesía, que para eso viene de un lugar tan delicado, desequilibrado y radical.
Ese lugar es el de un exceso de deseo de saber; quiere más de lo que se dice que puede y debe saber. Rabia de saber, porque saber es no desaparecer del todo, y es estar aunque otro no quiera que esté. Los alucinados, los santos, los visionarios no están plenamente en este mundo, en la forma, por ejemplo, que está una estatua ecuestre, más bien están como la mancha que dejan unas calcomanías en la piel de un niño que juega mientras se baña.
El poeta come la manzana del árbol de la ciencia, cae (y aun pueda ser que goce en la caída) y de un paraíso de goma espuma pasa a un bosque de intrincadas ramas, donde no hay más orden que el que dicta el deseo de las ramas de ser ramas y el deseo de las enredaderas de enredarse, así tejan una sombra tan densa que oculte el sol.
La metáfora física es inevitable: choque de partículas, imposibilidad de la certidumbre, movimiento que crea posibilidades que nunca conoceremos del todo porque el reposo es una ficción y la mirada del observador es capaz de dormirse entre dos parpadeos y dar a la lengua la ficción de un sueño.
Dice Platón en Apología de Sócrates, “Tampoco los poetas hacen lo que hacen en virtud de alguna sabiduría, sino más bien a causa de una cierta disposición natural y en estado de inspiración, tal como los adivinos y los vates.” Y cabe plantearse si condenó a los poetas por no querer del árbol del conocimiento, por una desviación del eros, como se dice, o por quererlo en demasía, por una desmesura que la razón y el Estado no se podían permitir. Al fin y al cabo, ¿qué nombre se le puede asignar a quien no admite identidad ni historia? Una entrada muy inspiradora. Un abrazo
ResponderEliminarTu aportación filosófica me parece muy conveniente y necesaria.
EliminarEn cuanto a la identidad y la historia, admitiré que existen, que no son ajenas. Otra cosa es que se conviertan en el castillo desde donde mandar, donde "vivir" como muertos pomposos que no paran de lanzar proclamas y demás zarandajas.