Notas preliminares
Escribir poesía supone,
en primer lugar, ponerse a disposición de lo otro, ceder para
ponerse en sintonía con aquello que en apariencia ya no está, pero
que sigue ahí, empujando por salir.
Lo otro es la historia
del sujeto que escribe, sobre todo la historia reprimida, la que
nunca cesa de ser escrita porque, aunque pudo no ocurrir de facto,
nunca pasa, no se puede pasar de ella y por ella no pasa el tiempo, y
reclama su existencia, su realidad, su hiper-realidad.
Si hubiera finalidades de
la poesía, o de quien la escribe, una sería la construcción de un
producto estético. El poema debe ser algo bello, aunque la belleza
que recoja sea problemática porque nunca es correspondiente con la
normativa social. ¿Puede haber belleza objetiva?
Plasmar como producto
bello un montón de palabras que, tambaleándose, intentan acercarse
a un momento determinado, tal vez sombrío, o no, de donde se intenta
recoger una sensación significativa sólo para el sujeto que la
escribe, aunque pretenda, a través de ese ejercicio, dar cuenta de
una realidad común, a menudo moral, puede no coincidir con una
imagen bella, la que esperaría el común de los humanos.
Ante semejantes productos
artísticos donde el resultado final es una representación de la
belleza que, a menudo, esté más próxima a la abyección que a otra
cosa, el ojo está acostumbrado. Llevamos ya mucho tiempo conviviendo
con el arte llamado moderno y contemporáneo.
La otra finalidad de la
poesía sería la indagación de la realidad, a través de la
subjetividad privilegiada del que escribe. Privilegiada, no por
excepcional o por tener alguna particularidad que la haga mejor que
la de los demás, sino porque es capaz de ser puesta a disposición
de la creatividad, de hacer otra cosa de la cosa. De ser
trascendente.
La poesía es siempre
trascendente.
No dejamos de hablar de
la conjunción belleza/subjetividad. Ahí reside el quid de la
poesía.
La poesía es subjetiva.
Trabaja con una subjetividad en plena ebullición, como un
dispositivo que genera energía aprovechable para propiciar transformaciones. Aunque pretenda mostrar fragmentos de realidad
absoluta, describir un pájaro, por ejemplo, si lo hace, lo hace a través de la subjetividad del que
escribe, muchas veces con los ojos cerrados, ebrio absolutamente de
la misma poesía que produce y bebe. Aunque esta ebriedad pueda
conducir a un aturdimiento y a la esterilidad. Esto es otro asunto.
El que escribe poesía
debe tener, a menos lo más posible, los ojos abiertos, los que miran
afuera y los que miran adentro.
No es posible ver sin
prejuicios, aunque a eso aspira la poesía; tal visión pura está
más cerca de la alucinación que de la percepción ordinaria, la que
nos sirve para asegurarnos de que no nos hemos ido de nuestro sitio y
que, si nos buscan, nos vana a encontrar. La poesía estaría más
próxima a la alucinación, a ese tipo de percepción extrema.
Despojada de los prejuicios aseguradores, aunque, siempre amasada en
la subjetividad.
La poesía muestra que la
subjetividad no es lo miso que pre-juicio, sino que ambas cosas son
antagónicas. Prejuicio es a aseguramiento, ceguera, lo mismo que
subjetividad es a luz, indagación y escándalo.
Es la paradoja poética:
la subjetividad debe ser (aunque no siempre lo sea) un arma de
aproximación radical, desprejuiciada, de la realidad.
Esas visión extrema que
la poesía pretende alcanzar crea un encuentro, un choque, una
explosión, con la realidad y con la realidad real y subjetiva del
lector. En ese choque impredecible es donde termina el acto creativo,
siempre por concluir, imposible de determinar.
La poesía es universal,
indisoluble y eterna acompañante del lenguaje. Como la música, como
las creencias, como el deseo de saber, como el amor. Lo humano, lo
sólo humano. Tal vez, el que escribe poesía enseña
que en toda existencia humana particular las tensiones dramáticas
que construyeron los grandes mitos, las grandes trayectorias
histórica, están, han estado presentes, activas, con toda su fuerza
y todo su peligro. No hay humano pequeño, no hay nadie que no hable
de tú a los titanes.
La poesía puede ser la
bandera blanca que alguien, al que han dejado solo en una trinchera
anacrónica, agita, confiando que, a costa de una rendición, le
concederán la paz aquéllos que hace tiempo dejaron ya de luchar.
Aquéllos que habitan y administran la ciudad.