Uno nunca sabe las vueltas que puede dar lo dicho, y lo escrito, aunque sea en páginas inciertas y sin fundamento, como son las de este blog. Mira por donde, puede ocurrir que siguiendo el trayecto de unas vías nerviosas que trascienden el organismo propio y llegan, como es su menester, a otro, aunque ya pasado, siempre flotante en este tiempo incierto y presente, a veces líquido, en un flujo más plasmático que el que inventan cada vez con más misterio y socarronería las partículas elementales.
Así, lo que escribí aquí el 18 de diciembre y que titule Teatro verité, me ha llevado inexorablemente a un texto que acaba de llamar a mi puerta sensitiva y se ha abierto paso en mis adentros casi sin dar los buenos días.
Se trata de un fragmento de Robert Walser, ese inmenso escritor, algo ridículo si lo mirásemos según y cómo, el único que conozco que haya alcanzado todos sus propósitos y que murió abrazado por la nieve.
Quiero ver en él una necesaria simetría o un último esfuerzo suyo por apoyarme en estos días de invierno, donde la luz es clara y cada cosa parece lo que es, con aquello que dejó escrito, que es lo que vengo a decir:
Se abre el telón, uno ve el interior de una boca abierta, desciende por una garganta rojiza iluminada; por allí asoma una lengua ancha que lame. Los dientes que rodean el escenario de la boca son afilados y de una deslumbrante blancura, el conjunto se asemeja a las fauces de un monstruo, los labios parecen enormes labios humanos, la lengua se mueve hacia adelante, saliendo por encima de la rampa y rozando casi las cabezas de los espectadores con su punta fogosa...(...)...al fin los labios de la gran boca se mueven y pronuncian las palabras calladas, pero clara y cálidamente audibles: Comienza la obra ((Esbozo introductorio, 1907)
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