Qué tristeza,
qué decepción.
Después de todo un verano
esperando ver en mi circo favorito
en acción
al hombre bala,
disparado
de un extremo al otro del espacio
entre el fuego y el estruendo
siempre había soñado
con saber de los mundos lejanos
de los hombres
bala
creía que vivían en un parnaso
de pólvora,
de gloria,
eternamente enamorados,
eternamente amados,
serios y limpios
leyendo los periódicos diarios,
mirándose la cara en sus propias fotografías
en huecograbado
a toda plana,
laureados entre los héroes
del tiempo
pero cuando vi por fin
el que iba a ser el mayor espectáculo del mundo,
de la mano del Gran Circo Americano,
me sumí en una tristeza espesa,
decepcionado
ante el corto recorrido logrado,
en aquel vuelo esperpéntico,
por un hombre bala que parecía querer
tan solo ganarse la vida
a duras penas
iba vestido con una camiseta de felpa
y con unas medias blancas
que no conseguían disimular
unas piernas ridículas,
como palos de escoba,
que nacían de una bola de sebo
y acababan en la nada huesuda
de los pies
calzados con botas de majorette
untadas en purpurina
qué triste el corto vuelo,
la caída a plomo de aquel saco de carne.
una trayectoria vergonzosa,
impresentable,
desde un cañón de cartón pintado de amarillo
hasta una malla que parecía una lona del bombero
torero
no quiero recordar
cómo el buen hombre
después de la caída
se quitaba el casco
con cierta solemnidad pomposa,
disimulando su vergüenza,
miraba hacia las gradas llenas y gritonas
y esperaba suplicante
la cascada de aplausos
como el pobre la limosna
me viene a la memoria con pesar
cómo algunos espectadores desde las localidades más baratas
se mofaban del artista con risotadas
y gestos, que recién inventaban
para recrearse en un vituperio festivo,
que, al menos,
divirtiera a los vecinos de al lado,
y todos competían en el insulto
y el escarnio.
Menos mal que en las sillas de pista,
en las localidades de invitados
y de autoridades,
donde se acomodaban las familias de bien y distinguidas,
aplaudían con decoro y displicencia,
como si el hombre bala,
todavía en el centro de la pista cabizbajo y con el casco en la mano,
acabara de dar una conferencia
sobre el cid campeador y la toma de valencia
vaya timo, el hombre
bala
no podía dejar de imaginar
el bochorno de sus hijos
al entrar el lunes al colegio,
queriéndose escurrir por las esquinas
o por los urinarios infames
de aquellos antros de dolor
para que nadie con su dedo viperino
señalara sus cabezas por aquella derrota
aunque la humilde verdad es
que, una vez que la gente pasaba por el arco de bombillas
de vuelta a la calle,
cundía el olvido y la hermandad,
cada uno se gana la vida como puede
se decían los unos a los otros,
y yo imaginaba la ternura,
abriéndose paso en quienes lo esperaran
cuando, terminada la función,
el hombre bala,
libre ya de la misión de ser estrella fugaz,
habiendo volado una vez más sobre tantas cabezas que miraron arriba esperando el milagro,
acudiría feliz a su retiro
a refugiarse en la cena
junto al delantal de su mujer recién lavado,
llevando a sus hijos
unas peladillas sobrantes de las que repartían los payasos a los niños guapos
y unos globos enredados en sus dedos
y en el pecho orgulloso, a punto de estallar,
el beso de las buenas noches.
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