¿Dónde están aquellas mañanas blancas de verano,
cuando Cernuda a la sombra de su higuera olorosa
dentro del arrullo de sus pantalones de lino,
meciendo con la suavidad infinita de su verso
las manos sobre el papel cimbreado de la luz,
tejía el testamento vital de los hombres vocacionalmente inútiles que han sostenido el mundo,
esa nada que flota en el mercurio del universo?
¿Dónde quedaría varada aquella promesa de la luz
una tarde, cuando ya los pájaros enmudecían lentamente
preparándose a volar hacia su pequeña muerte de la noche
y Dalí miraba fijamente el mar donde una espuma
desprendida de una de tantas olas anodinas
hacía subir y bajar con un rítmico desdén
miles de bragas de algodón que una a una
tendía la ninfa Gala
en un alambre fino que
de ventana a ventana
cortaba limpiamente las cabezas de las miradas,
que ya se hacían ciegas, hartas de las largas horas del día?
En qué han quedado los veranos:
máquinas cortacésped rugiendo detrás de la línea de salida,
las mariposas de piedra
se yerguen extáticas en un balcón de hiedra
adonde van a morir las moscas aturdidas
de tantos telediarios que nos invitan a ser
un poco nazis sin que nada se note,
progresivamente,
a que cortemos de raíz el júbilo de las palabras,
a que las conversaciones ya nunca más sean cantarinas, ebrias, disparadas,
a que solo recitemos las palabras vanas
como si cada tarde tuviéramos que probarnos
el sudario que exhibiremos
la noche final ante la mirada cauta de los que nos pretenderán velar.
¿Será verdad que se perdió para siempre
aquella alegría infinita de los poetas?
¿Qué habrá sido de aquellas alpargatas humedecidas por la bondad infinita de Federico,
que levantaba las manos en medio de una hora llena de palomas blancas y transparentes, casi invisibles al ojo humano,
acercándose al murmullo, sólo para escuchar como el aire rompía en pedazos una carta de amor?
Una vez soñé que Natalie Wood me estaba esperando
sentada en el bordillo de la calle justo delante
de una gasolinera donde vendían seven up, porque un cartel así lo anunciaba,
y que su padre le decía
hija no vuelvas tarde,
y su madre le preguntaba si llevaba suficiente dinero para pasar el día,
y yo la cogía de la mano
y sin decir nada ninguno de los dos
nos poníamos a mirar un kiosko que estaba en una plaza
infinitamente iluminada en mi ciudad,
Zaragoza, una mañana de julio,
y la gente pasaba sin mirarnos
y así, hasta el final del sueño que se disolvió para siempre
Tal vez en uno de esos universo paralelos,
que pronto estarán a nuestra disposición para cuando queramos bajarnos del tiovivo
y recuperar algo de la verdad que hemos perdido en este erial totalitario
a donde han ido a abrevar
nuestras cabezas acéfalas y secas,
podamos encontrarnos con lo que de nosotros aún palpita,
y salir así de esta mortandad fraterna,
y no regresar nunca más
de aquellas mañanas
hechas de la luz, del aire, del abrazo de después,
del sueño, de las páginas del tiempo,
que apenas se desharán conforme rocemos la suavidad
de sus labios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario