Erase una vez un hombre que sólo hacía muecas: desacompasadamente movía los brazos, hacía
genuflexiones sin venir a cuento, daba palmadas mirando de reojo, abría la boca como si quisiera batir un record de bocas abiertas,
pero un día se dio cuenta de que en ese preciso momento estaba muy cerca del escenario, así que se acercó al telón y por una rendija miró al patio de butacas, naturalmente vacío porque el teatro donde vivía era un reducto del pasado; su familia fue acogida allí gracias a que sus padres habían sido saltimbanquis sin ningún pedigrí, sin cabra siquiera, pero graciosos, indefensos e inofensivos, de modo que fueron dejados de por vida en aquel corralón por caridad o justicia social;
el caso es que el hombre nada más mirar al patio de butacas sintió un ridículo espantoso, se hundió en la miseria, renacida, revenida ante la catarata de vergüenza que experimentó.
Y entonces dejó de hacer muecas,
dejó de hacer cualquier cosa
ya nunca hizo nada
quiso ser invisible y no hacer cosas ni siquiera las invisibles,
fue deshaciéndose, borrándose,
no podía soportar el ridículo que aún estaba grabado en un corazón
cito
de memoria,
se fue yéndose
del todo,
si alguien lo hubiese buscado no lo lo encontraría,
a la hora de morir
eludió la última hora por vergüenza torera.
¿Dónde está ese hombre
dónde estará?
31/1/24
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