TRES
Alucinado:
Entre
lo percibido y el que percibe, en condiciones normales, no
alucinatorias, digamos, existe una armonía, o, al menos, una
relación de utilidad. La alucinación representa el extremo de la
percepción. en cuanto que allí se sitúa el objeto percibido sólo
para doblegar al sujeto que lo recibe y padece. La voz alucinada
engulle a quien la escucha, sin remisión.
El
objeto alucinado colapsa al sujeto que lo padece. A veces lo
aniquila. Tiene una densidad más real que la realidad cotidiana y
soportable. Viene de un Otro, autor sin paliativos que no admite
réplica al que el sujeto debe doblegarse, de una exterioridad
terrible, inesperada.
Pero
esta voz obliga al sujeto a ponerse en marcha de una forma
irreemplazable. Le obliga a tejer un orden nuevo en el que él
recupere un lugar. El alucinado crea un delirio, debe crear un mundo
si es que quiere seguir siendo. No tiene otra opción.
Lo
percibido ordinariamente, lo no alucinado, es aceptado como algo que
se ajusta y se añade sin demasiados sobresaltos a la órbita
privada. Esa música que nos adormece con tanto placer, que nos lleva
al espejo donde siempre nos vemos compuestos. El paisaje que
contemplamos es materia a nuestra disposición,  territorio amigo,
tierra conquistada.
Los
objetos alucinados, por el contrario, tienen una cualidad
radicalmente distinta. Aquí ya no se trata de captar y hacer
propio lo exterior captado. El que padece la alucinación es el
cazador cazado, no puede cazar la pieza y echarla al zurrón y
utilizarla sin más. Al contrario,  ese objeto  lo caza a él, que
quedará suspendido y al albur de nuevos acontecimientos que puedan
liberarlo. 
El
objeto alucinado resalta sobre los demás:  horroriza, persigue,
interroga, estimula absolutamente a ese sujeto, pero nunca se le
echará en sus brazos para dormir juntos a pierna suelta. Y ha
llegado de una exterioridad radical, la más radical: la desconocida
intimidad de ese sujeto. Lo oscuro íntimo percibido en una
exterioridad a-geométrica, metafísica. 
Eso
exterior es lo expulsado del ser, lo repudiado, lo incómodo, lo que
no tiene asiento fácil por llevar consigo muchos inconvenientes. Y
lo más íntimo: nada hay que tenga una correspondencia tan estrecha
con uno mismo que una visión, un sueño, una alucinación.
Poeta,
¿alucinado? La poesía no es una actividad acorde al delirio. Aunque haya
una buena nómina de insignes poetas que lo han padecido en el sentido más crudo, más real, la
poesía no es su fruto, lo es de un sujeto hipersensible que le
planta cara como sólo lo pueden hacer los héroes. El delirio se
ajusta más a la meticulosidad de la ciencia, al discurso matemático.
El delirante no puede equivocarse, no juega a ser poeta, debe
establecer ecuaciones que no admitan interpretaciones subjetivas.
Tiene que trazar el camino exacto que lo salve de algo peor que la muerte.
El
poeta bordea la alucinación porque siempre espera, busca, acecha encontrar-se en un afuera, en una exterioridad íntima que le dicte lo suyo. El poeta grande o pequeño, si lo es, ya está salvado de
antemano. Anonadado, algo menos tonto en los asuntos del decir que los medios y la media, (“la
poesía, un decir menos tonto”, dijo Lacan), eso sí, atontado
entre los ciudadanos más firmes, sorprendido por tanto saber
ineludible que ignora, por tanta exigencia en decir lo que no sabe.
Asombrado, como si todo lo que le llegase de su exterior más íntimo cuando echa las redes del lenguaje porque quiere pescar en esas aguas fuera una alucinación que le interpela, que le obliga al grito. Pero
salvado, cómodo, cantarín. Sabe caminar sobre las aguas de la
lengua, y, algunos, sobre la fuerza de las olas hacen rima, música,
dominan el lenguaje, su furor.
El
poeta es un alucinado que se ha salvado. Alucinado porque alcanza a
percibir algo raro procedente de un lugar extraño, que le obliga a
parase y a decir lo que estaba medio deshecho, casi del todo
desdicho, a decirlo con su propia voz, generando así sentidos nuevos
y, de paso, esa energía que es la belleza. 
Le
llega una carga (en el sentido de energía, y de encargo) que le
exige una contemplación que no le deja apoyar los pies en el suelo, y queda forzado a escribir en el vacío hasta dar con eso nuevo que vuelve a
sostenerlo, lo que llamamos poema: fragmentos de verdad, aspiración
de belleza. 
Y
es la belleza lo que, tal vez, adentre el poema en la comunidad, lo
haga sociable. Salvoconducto para sobrevivir, vivir, prosperar en la república.
 Alucinado
y poeta: sujetos sueltos, desatados, fragmentados, que padecen y/o
crean con lo que desde el exterior íntimo les interroga.
El
poeta hace que lo repudiado vuelva, trayendo en la misma operación
las causas de la expulsión. Dará cuenta de ello y se reconciliará
con lo inadmisible, recogiendo el plus de belleza que genera ese
encuentro. No parará de recomponer el desmembramiento que, de
tan humano, padece. No  cesará de completarse, como si armara un
puzzle inacabable en una tarea que ocupará a todas las generaciones.
Es quien debe decir lo que no puede quedar sin ser dicho.
Poesía
es acto de lo nuevo/otro, trabajo científico de lo subjetivo,
energía hecha belleza que le abre a la comunidad.