miércoles, 8 de enero de 2025

El hombre que recordó su sueño.

 


El hombre mira su violín como, si lo tuviera, miraría a un hijo. Lo mira con asco, culpándole de su existencia. Llega a casa y mira su violín. Veinte años de su vida no fueron suficientes para pagarlo. Testigo de todos sus fracasos, ahora, al llegar a casa, su violín le recuerda que está un poco más muerto. Se quita los zapatos que compró hace seis años en unas rebajas de invierno, que le cubren el dolor eterno de sus pies, ese dolor que todavía le sujeta a la vida. Cuando toca en el quinteto sólo espera soportar el dolor de sus pies sin que su rostro lo revele, pero nunca consigue que su fiel dolor le llegue vivo a las manos y de ellas al arco, a las cuerdas, al corazón de la música. A su imagen y semejanza, la música le brota muerta y el quinteto formado por músicos desacreditados, prematuramente viejos, incapaces de sostenerse en el aluvión de emociones que, a cada uno de ellos, les ha ido matando, es un triste cadáver de cinco cabezas vestido de camarero. Tocan para un público analfabeto, sordo, para turistas envilecidos, para quien cree ser absuelto de sus impudicias si pasa por la sacristía de un auditorio cochambroso donde se puede oír música gratis.

Cuando llega a casa el hombre mira su violín y llora. Sabe que vale menos que su violín y le pide perdón como haría con un hijo, si lo tuviera, cuando éste le mostrase su insuficiencia y su necesidad de controlar el odio que le inspira. Gasta algún dinero en esmaltes que cubran las heridas inevitables del instrumento y, periódicamente, manda hacerle una radiografía para saber si el alma está en su sitio. Hay días que el violín le dice, con el olor de la madera, con el brillo, con la temperatura de su piel, que es feliz y, entonces, el hombre no sabe que hacer con las manos y se le olvidan los trinos y le sale una música aún más plana como una estepa pobre. Es que ese hombre no puede estar a la altura de ninguna felicidad. Tiene cincuenta años y en su casa, que heredó de sus padres, huele a ropa húmeda y nunca puede desprenderse de ese olor que, junto al dolor de sus pies, le acompaña como perro fiel. Mira su violín con pena y se pone a pensar tristemente en la soledad de su violín cuando él ya no esté. Y piensa que se mataría si su violín, por alguna circunstancia, desapareciera. Cuando, en voz, alta, dice que Schubert le da más calor, y que ese calor, alguna vez, le llega a las manos y siente como su arco de arquea de una manera prodigiosa como si doblara su cerviz ante la belleza efímera de alguna nota suelta, que el propio Mozart, que el mismo Beethoven, ante los que no puede sino sentir un atroz temor y sus manos, cuando intentan atacarles, no paran de tartamudear y sus oídos  oyen las mofas de esos maestros convertidos, siempre, en unos padres poderosos y aniquiladores. Mañana hará sol, se dice a sí mismo en voz alta para que lo oiga el violín. Por la mañana, junto a la ventana que da al levante, su instrumento brillará como un joven cobrizo y sano de Cremona, su cuerpo se caldeará y será entonces cuando el hombre cierre los ojos y ponga su cara junto a la madera y consiga conciliar el sueño. Y entonces soñará, siempre es así, que la música le envuelve con suavidad, como una madre buena envuelve el cuerpo del hijo, soñará que ama la música por encima de todo, le llamará mamá, a la música, mamá, mamá, dirá, incluso en voz alta. Olvidará ese sueño que es lo único que contiene la verdad de su vida. Lo olvidará y cuando despierte se encontrará con su violín taciturno flotando alrededor de sus pies envueltos en el dolor en medio de un día repetido .


¿Cómo pudo ocurrir? Un día el hombre recordó su sueño. Nada más despertar cogió su violín y lo desgarró, si puede decirse así, con un golpe certero en el alféizar de la ventana que da al levante. Borracho de alegría, tomó el autobús para llegar al miserable local donde ensaya su quinteto y, nada más llegar,  a voz en grito suplicó que le dejaran tocar un violín viejo que se guarda para que jueguen con él los músicos más pobres. 

Y el hombre se da cuenta de que los pies no le duelen y que su mano es capaz de recorrer caminos nuevos, unos caminos que en cierta ocasión le fueron mostrados.



























































No hay comentarios:

Publicar un comentario